Un
equilibro de vida y muerte celular es fundamental para la salud
Aunque en general no
nos gusta admitirlo, la muerte es consustancial a la vida. No puede concebirse
la una sin la otra. El juego de la vida y de la muerte, de hecho, sucede cada
día, cada hora, cada minuto en nuestros cuerpos, y su correcto equilibrio es
imprescindible para gozar de buena salud.
Hasta la fecha, se
han descrito tres tipos de muerte celular que suceden por mecanismos
moleculares diferentes. Estos son la autofagia, la apoptosis y la necrosis. La
autofagia, como su nombre indica, es una forma de autodestrucción por
auto-digestión. En ausencia de nutrientes adecuados, tal vez en un intento de
sobrevivir, la célula destruye sus propios componentes, digiriéndolos en
vesículas especiales llamadas lisosomas. Es el equivalente a que, inducidos por
el hambre, nos comiéramos alguna parte de nuestros cuerpos, pero al final
muriéramos de todas formas. Es horroroso, pero las células no tienen
sentimientos.
La apoptosis es una
muerte celular que se desencadena por ciertos estímulos, entre los que se puede
citar, por ejemplo, el daño al ADN. Si la célula detecta que el daño no puede
ser reparado, desencadena un proceso molecular de suicidio, que se puede
producir igualmente por una variedad de factores externos. Entre estos factores
se encuentra la infección por virus. Las células infectadas son inducidas a
suicidarse por células inmunes, lo que impide la reproducción del virus en su
interior y que este pueda continuar infectando a otras células sanas.
La necrosis es un
tipo de muerte menos sofisticado que los anteriores, y se produce por la rotura
irreparable de la membrana celular, lo que conduce a la pérdida de proteínas,
iones, etc. desde el citoplasma al medio exterior y la consiguiente
desorganización o detención de los procesos que mantienen la vida. Puede
producirse necrosis, por ejemplo, si nos damos un golpe fuerte que dañe algunas
de nuestras células.
FAGOPTOSIS
Recientemente, se ha
descrito un nuevo proceso de muerte celular que, a diferencia de los
anteriores, no depende de mecanismos de la propia célula. Este proceso conduce
a la muerte por ingestión y digestión por “células comedoras”, llamadas
fagocitos, por lo que se ha denominado fagoptosis.
El proceso de
ingestión y digestión celular, llamado fagocitosis, es conocido desde finales
del siglo XIX. La fagocitosis es fundamental en la lucha contra las infecciones
por bacterias, ya que estas son principalmente eliminadas por su ingestión y
digestión por las células fagocíticas del sistema inmune, principalmente los
llamados macrófagos y neutrófilos.
Hasta hace poco se
pensaba que la fagocitosis se limitaba a la lucha antibacteriana y que las
células del cuerpo no podían ser fagocitadas en condiciones normales. Sin
embargo, esta idea se ha revelado falsa. Hoy se sabe que todas las células
corren el riesgo de ser comidas.
De hecho, que una
célula sea fagocitada o no depende de señales moleculares que esta presenta en
su superficie. En este sentido, existen dos tipos de señales: las señales
“cómeme” y las señales “no me comas”. Las señales “cómeme” consisten en
moléculas de la superficie de la célula que indican a los macrófagos, las
principales células fagocíticas, que la célula no está sana. Estas señales
aparecen cuando la célula no puede generar suficiente energía para mantener los
procesos vitales.
NO ME COMAS
Además de las
señales “cómeme” también tenemos las señales “no-me-comas”. Estas señales las
constituyen moléculas, igualmente localizadas en la superficie celular, que
indican a los macrófagos que la célula goza de buena salud. Una señal
“no-me-comas” muy importante la genera una molécula localizada en la superficie
de los glóbulos rojos de la sangre. Dos millones de glóbulos rojos son
producidos cada segundo en nuestros cuerpos. Tras 120 días de vida, los
glóbulos rojos viejos deben ser eliminados por fagocitosis a la misma velocidad
de dos millones por segundo, lo que mantiene el necesario equilibrio. La
fagocitosis es inducida por la pérdida de la molécula “no-me-comas” en los
glóbulos rojos viejos, lo que permite que sean fagocitados y digeridos por los
macrófagos.
Por consiguiente,
que una célula sea fagocitada o no depende del correcto equilibrio de fuerzas
entre las señales “cómeme” y las señales “no me comas”. Si este equilibrio se
rompe, puede causarnos severas enfermedades. Por ejemplo, la fagocitosis
inadecuada de células sanas de la sangre genera una enfermedad llamada
Hemofagocitosis.
Sorprendentemente,
se ha comprobado también que es posible la fagocitosis inadecuada de neuronas.
Estás células, de las que siempre tenemos menos de las que nos gustaría, pueden
en ocasiones ser fagocitadas por las llamadas células gliales del cerebro. La
incorrecta fagocitosis neuronal se ha comprobado implicada en el desarrollo de
enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer o el Párkinson.
Otra enfermedad en
la que una incorrecta fagocitosis puede ejercer un papel importante es el
cáncer, en este caso no por un incremento en la misma, sino por su inhibición.
Se ha comprobado que la mayoría de las células tumorales muestran en su
superficie altas concentraciones de las moléculas “no-me comas” de los glóbulos
rojos, lo que inhibe su fagocitosis. En animales de laboratorio se ha podido
estimular la fagocitosis de células tumorales mediante el bloqueo de dicha
molécula “no-me-comas”, lo que ha resultado en un menor crecimiento tumoral.
Cada día, la ciencia
continúa produciendo nuevo conocimiento, muchas veces sorprendente e
insospechado, que permite siempre imaginar su utilización para mejorar la vida
y la salud de todos.
El
castigo no es solo propio de nuestra especie
Crimen y castigo son
dos constantes de la naturaleza social del ser humano que deben ser explicadas
desde el punto de vista de la biología y la evolución de nuestra especie. Sin
la amenaza de castigo, probablemente los crímenes y abusos serían mucho más
frecuentes de lo que son. El temido castigo, penal o social, puede ayudar a
mantener un ambiente de cooperación, dificultando que individuos egoístas se
aprovechen de los demás, puesto que engañar o defraudar, sin mencionar crímenes
más graves, normalmente conlleva un elevado coste.
El castigo no es
solo propio de nuestra especie. Otros animales sociales castigan a sus
semejantes cuando estos infringen sus normas sociales o no respetan las escalas
de poder establecidas. Sin embargo, en general, estos castigos son infligidos
por los propios individuos afectados por la conducta impropia de otros. No así
en nuestra especie. En el caso humano, el castigo es infligido por terceras
partes, por personas, como policías, fiscales y jueces, que no han sido
afectadas personalmente por la violación de las leyes o normas que se haya
producido. Este tipo de castigo, denominado “castigo a terceros”, es el que
hace posible que la justicia se eleve por encima de la siempre salvaje
venganza.
Muchas personas, en
muchas culturas diferentes, se implican en castigar socialmente a terceros
frente a violaciones de normas de conducta que no son penadas necesariamente
por la ley, y esto a pesar de que ese comportamiento no les reporte beneficios
directos, o incluso pueda acarrearles un coste personal, es decir, parece que
la capacidad de juzgar y castigar a los demás, incluso cuando no somos
directamente afectados por su mala conducta, es una propiedad humana
independiente de la cultura. Podemos entonces preguntarnos: ¿Cuándo aparece
esta propiedad durante nuestra evolución?
Para investigar la
evolución de las características que nos hacen humanos, la ciencia suele
volcarse en el estudio de las especies más cercanas a la nuestra e intentar
averiguar si la propiedad humana objeto de estudio es compartida o no por
ellas. Como sabemos, el chimpancé es la especie más próxima al ser humano, con
la que poseemos un ancestro común. ¿Son capaces los chimpancés de castigar a
los violadores de sus normas sociales aunque no sean personalmente afectados
por dicha violación?
Esta tema ha sido
abordado por investigadores del Instituto Max Planck de Biología Evolutiva,
localizado en Leipzig, Alemania. Los investigadores estudiaron el
comportamiento de trece chimpancés, a los cuales hicieron tomar turnos como
“jueces”, “ladrones” o “víctimas”. Los chimpancés fueron colocados, en tres
jaulas que rodeaban un espacio central, de manera que podían verse pero no
podían interaccionar directamente. En dicho espacio central se colocó un puzzle
tridimensional de plexiglás transparente que debía ser manipulado de manera
inteligente para extraer el recipiente con deliciosos alimentos que podía verse
en su interior. La “víctima” era la única colocada a una distancia adecuada de
dicho puzle como para que pudiera manipularlo, abrirlo, y alcanzar el
recipiente con la comida.
ROBOS SIN JUSTICIA
Los investigadores
habían proporcionado al “ladrón” una cuerda de la que si tiraba, podía
arrebatar a la “víctima” la comida una vez está la había logrado extraer del
recipiente con su esfuerzo e inteligencia. Igualmente, habían proporcionado al
“juez” otra cuerda con la que podía impedir al “ladrón” alcanzar la comida robada
(que desaparecería por un agujero del suelo), dejándolo con dos palmos de
narices. De esta manera ninguno de los animales, tampoco el “juez”, podría
disfrutar de la apetitosa comida.
En esta situación,
el chimpancé “juez” no castigó al “ladrón”. Sin embargo, cuando el “juez” y la
“víctima” eran el mismo chimpancé y este sufría el robo de la comida por parte
de su compañero, entonces sí tiraba de la cuerda para hacer desaparecer la
comida y castigar así al “ladrón”. En otras palabras, los chimpancés eran capaces
de vengarse, pero no de impartir justicia. Estos estudios han sido publicados
recientemente en la revista científica de la Academia Nacional de Ciencias
estadounidense, PNAS.
La actitud de los
chimpancés contrasta con lo que la mayoría de los humanos haríamos en una
situación similar. Esta diferencia de comportamiento no es la única que existe
entre chimpancés y humanos (menos mal). Otros estudios han comprobado que los
niños son capaces de compartir alimentos mucho más fácilmente que lo hacen los
chimpancés, los cuales también prefieren buscar alimento solos en lugar de en
colaboración con otros. No obstante, los chimpancés sí son capaces de colaborar
entre sí en determinadas circunstancias y parecen ser también capaces de
inferir lo que el otro siente o desea, como lo hacemos nosotros.
De todos modos,
estos estudios no demuestran fehacientemente que los chimpancés sean incapaces
del sentimiento de justicia o de impartirla, ya que la ausencia de un
comportamiento no permite concluir con la misma seguridad que lo hace su
presencia. A fin de cuentas, muchos de nosotros tampoco castigamos siempre a
quienes creemos que se lo merecen, sea por miedo, por pereza, por no
complicarnos la vida, o por otros factores. Algo similar podría suceder con los
chimpancés en la situación descrita arriba. Serán necesarios nuevos estudios
para esclarecer si la justicia es un comportamiento puramente humano, aparecido
en algún punto de nuestra evolución desde el ancestro común con el chimpancé o,
por el contrario, la idea de justicia, como la capacidad de reconocer la
música, es anterior a dicho momento de nuestra evolución.
Un tema importante, normalmente
no abordado en medios de comunicación, es la relación entre ciencia y religión.
Esta relación puede también ser analizada científicamente y, de hecho, está
siendo objeto de un creciente interés por la ciencia.
La relación entre
religión y ciencia puede abordarse desde, al menos, dos puntos de vista. El
primero es el análisis de los conflictos entre algunas creencias religiosas y
el conocimiento revelado por la ciencia. La corriente defensora del
creacionismo o del diseño inteligente, en USA, que se opone al evolucionismo
defendido por la ciencia, es un ejemplo. En este caso, el debate entre ciencia
y religión se centra en la realidad del mundo exterior.
Un segundo punto de
vista para abordar la relación entre ciencia y religión es el aspecto cognitivo
individual, es decir, estudiar y explicar los factores que pueden influir en la
religiosidad de cada uno. Desde el punto de vista de la religión con la que soy
más familiar, este asunto se ha explicado de varias maneras, pero una es la
suposición de que la fe es un don divino (soy cristiano por la gracia de Dios);
y su ausencia, la caída en las tentaciones del mal. Sin embargo, desde el punto
de vista de la ciencia, este tipo de explicación, que presupone la misma
creencia en un ser sobrenatural que intenta defender, no es satisfactorio. La
ciencia necesita estudios analíticos que corroboren o desmientan hipótesis
razonables.
El pensamiento analítico afecta a la religiosidad
De acuerdo a la
teoría dual del proceso del pensamiento, existen dos maneras fundamentales de
pensar, con las que seguramente estamos familiarizados. La primera se basa en
un pensamiento intuitivo: no sabemos bien por qué, pero estamos convencidos de
que determinadas cosas son así y no de otro modo. La segunda manera de pensar
se basa en un proceso analítico: concluimos que las cosas son así tras un
análisis lógico, detallado y pausado de los datos sobre la realidad de los que
disponemos.
Estudios previos
sobre la psicología de la fe han demostrado que un conjunto diverso de procesos
cognitivos intuitivos forman la base de las creencias en seres sobrenaturales,
en las diversas culturas y religiones del mundo. Estos procesos intuitivos
están relacionados con la teología, con el dualismo mente-cuerpo, con la
inmortalidad psicológica y con la percepción mental.
La experiencia
personal, pero también la evidencia científica reciente, indican que cuando se
aplica el procedimiento analítico, este normalmente domina sobre el intuitivo.
En otras palabras, nuestras intuiciones son abandonadas después de un análisis
crítico de las mismas; no al revés. Las intuiciones no suelen sustituir un
análisis racional de las cosas. Con estas premisas, investigadores de la
Universidad de British Columbia, en Canadá, abordan el estudio de si estimular
el pensamiento analítico puede afectar negativamente a las creencias
religiosas. Los estudios realizados, por su calidad científica y su diseño, han
merecido su publicación en la prestigiosa revista Science, lo que
es una garantía de su solidez. Veamos lo que han revelado.
Pensamiento analítico y fe
Para corroborar o refutar su hipótesis, los investigadores abordan varias estrategias diferentes con sujetos pertenecientes a diversas culturas y religiones del planeta. En primer lugar, estudian si diferencias en las tendencias individuales a pensar de forma analítica están relacionadas con las creencias religiosas. Para evaluar la tendencia al pensamiento analítico, los científicos sometieron a los voluntarios a tres problemas que invitaban a una solución intuitiva rápida y fácil, pero incorrecta. La solución correcta solo podía ser alcanzada mediante un procedimiento analítico, que debía superar la intuición inicial.
Tras completar estas
tareas, la religiosidad de los sujetos fue evaluada de tres maneras diferentes,
con pruebas psicológicas aceptadas y validadas para este fin por la comunidad
científica. Los resultados de este estudio demostraron que a mayor tendencia a
usar el pensamiento analítico, menor religiosidad mostraban los sujetos,
independientemente de su origen cultural.
Una segunda
estrategia usó manipulaciones psicológicas sutiles para espolear el pensamiento
analítico. Una de estas manipulaciones consistió en mostrar fotografías de la
estatua de El Pensador, de Rodin, o del Discobolus griego antes de
resolver un problema. Era ya sabido por los investigadores que mostrar la
fotografía de El Pensador, por increíble que pueda parecer, estimula la
capacidad de resolver correctamente problemas lógicos, lo que mostrar el Discobolus
no consigue. Y bien, este tipo de manipulaciones cognitivas inconscientes
resultaron en una disminución de la religiosidad al realizar las pruebas que la
medían.
Así pues, parece que
la capacidad para el pensamiento analítico afecta negativamente a la
religiosidad, incluso cuando este tipo de pensamiento es estimulado de manera
inconsciente. No obstante, como en el caso de todos los buenos estudios
científicos, los autores advierten de sus limitaciones y de que las
conclusiones deben ser consideradas con prudencia. Entre otras cosas, los
autores advierten de que el pensamiento analítico no es la única causa de una
menor religiosidad, y de que otros factores psicológicos pueden también
afectarla. Los autores comentan igualmente que sus estudios nada dicen sobre el
posible efecto positivo, en algunos casos, del pensamiento analítico sobre la
religiosidad.
En cualquier caso, y
este es ya mi propio comentario, parece que la resolución de los conflictos
entre ciencia y religión solo podrá conseguirse mediante la reconciliación de
los pensamientos intuitivo y analítico, algo que considero difícil de alcanzar.
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